lunes, 20 de octubre de 2008

Universidades malolientes

En un momento crítico para la economía, mucho ayudaría que las instituciones de enseñanza superior abandonaran su tradicional opacidad y rindieran cuentas sobre cómo manejan los recursos que les confía la nación.

De cara a la estrechez en las capacidades del erario para 2009, las universidades públicas del país, encabezadas por la UNAM, han desfilado por la Cámara de Diputados federal y por los Congresos locales en pos de mayores o al menos iguales subsidios para su tarea.

Cuando este proceso concluya, las arcas públicas tendrán compromisos por cerca de 40 mil millones de pesos para apoyar la educación superior del país. En los archiveros de los legisladores quedarán muchos kilos de estados financieros, planes y proyectos, pero no aparecerá el menor propósito sobre mayores obligaciones de las casas de estudios para abrir su información —contable, académica, laboral— y mostrarla a los contribuyentes, que tanto dinero gastan en su manutención.

La ley de acceso a la información cumplió ya cinco años, y su alcance se profundizó con las reformas constitucionales de 2007. En los ordenamientos federales y locales se alude con diversos enfoques a las universidades, pero éstas han formado un bloque impenetrable. Hoy es más fácil saber cuánto gana el Presidente de la República que el sueldo y los gastos de cualquier rector del país, ya no digamos la calidad de los profesores contratados o los arreglos alcanzados con sus respectivos sindicatos.

El problema no es menor, si se considera que sólo en las últimas cuatro décadas el cuerpo académico de las universidades pasó de 10 mil profesores a 270 mil, mientras que la cifra de alumnos se catapultó de 75 mil a 2 millones 600 mil. Se trata de un segmento importante de nuestro cuerpo social, especialmente porque es el ámbito en el que se forman nuevos ciudadanos que, para serlo en verdad, deberían desarrollarse en un ambiente donde todos —autoridades, maestros, empleados y estudiantes— se inclinen en favor de la transparencia.

Sin embargo, el impulso parece ir a contracorriente. En todo el país la conciencia cívica a favor del acceso a la información se expresa ya en solicitudes de datos a las casas de estudio, las que se niegan a abrirse bajo el falso argumento de la autonomía universitaria.

Un caso concreto lo representa la Universidad de Guadalajara, donde la disputa por la rectoría incluye un sordo jaloneo en contra de moderados avances que se habían registrado a favor de la transparencia durante el pasado reciente, lo que lastimó al popular cacicazgo que ha dominado a la institución por varios años. Y ello ocurre en otros muchos estados, como Colima, Hidalgo, Tlaxcala, Puebla y Sinaloa.

En este mismo sentido, líos laborales en el muy prestigiado Colegio de México han derivado en un creciente reclamo por conocer a fondo los manejos de una institución que, para infortunio del país, se ha ido anquilosando, al grado de que la edad promedio de sus profesores se acerca ya a los 60 años. “Transparencia Colmex”, se llama a sí mismo un pequeño grupo de activistas preocupado por la falta de principios democráticos en una institución que debería ser muestra de ellos.

Transparencia y vida universitaria es el título de un cuadernillo recién salido a la luz, escrito por Manuel Gil Antón —uno de los estudiosos del tema más acuciosos en México—, con los auspicios del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI). Se trata de una aportación relevante al tema, que merece ser secundado por esfuerzos fuera y dentro de las propias casas de estudio.

El reclamo no alcanza sólo a las universidades públicas. En las casas de estudio privadas reposa hoy la expansión de la enseñanza superior, ante el estancamiento que sufre la matrícula en aquéllas. Pero las instituciones privadas y sus profesores también reciben fondos públicos, por vía de becas o de primas salariales, a lo que se agrega el carácter de bien público que tiene la educación.

La sociedad debe arrojar luz sobre el conjunto de este sector, del que ya surgen algunos hedores, muestra de un proceso de descomposición del que autoridades y ciudadanos no podemos ser cómplices.

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