lunes, 29 de noviembre de 2010

Esos son los indispensables

La muerte de don Pepe Álvarez Icaza y de Rafael Cordera Campos recordó en aquellos que los admiraron por décadas, una trayectoria que ve en la tarea una batalla.

En un país extraviado en su propio laberinto, no debe extrañar que la muerte de José Álvarez Icaza no haya despertado el reconocimiento debido a un artífice central de la defensa de los derechos humanos en México durante el último medio siglo. O que el doloroso fallecimiento de Rafael Cordera Campos no extendiera pesar más hondo por la ausencia de un largo batallador en bien de la universidad pública y de las causas de los jóvenes.

Alvarez Icaza y su esposa Luz María Longoria fueron una sola y la misma cosa en un proceso que comenzó de la mano de la Iglesia católica, al grado que encabezaron el Movimiento Familiar Cristiano, y en 1964 fundaron el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos), para difundir las tareas del Episcopado Mexicano, con la nueva inspiración que otorgaba el Concilio Vaticano en favor de un mayor compromiso social en la jerarquía eclesiástica.

Don Pepe y Luzma, como fueron conocidos por décadas, emprenderían pronto su propio camino cuando descubrieron que su Iglesia miraba hacia otro lado ante los excesos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, lo que tácitamente constituyó una complicidad por la que, tarde que temprano, la propia Iglesia mexicana deberá ofrecer disculpas.

Los Álvarez Icaza-Longoria emprendieron con Cencos una ruta ardua. Lo hicieron llevando a cuestas no sólo a 14 hijos –todos los que Dios mandó, supongo-, sino una nueva mirada, que en los años 70 cultivó un debate hasta entonces imposible: el acercamiento entre cristianos y las izquierdas, la comunista incluida.

Muchos en las izquierdas creyeron escuchar el llamado de las armas que enlutó a miles de hogares en México de los 70, especialmente. Pero para don Pepe y Luzma la política fue una faceta de los derechos humanos que querían defender, aunque no coincidieran en los métodos. Y daban su propia batalla con el más alto valor cristiano, la humildad. Con sus artículos en “El Universal”, sus conferencias de prensa y su sonrisa imbatible.

Cencos se volvió techo y tribuna para múltiples expresiones de solidaridad y humanismo. La casona de la calle de Medellín en la ciudad de México, se constituyó por años en el único sitio por donde el país se podía asomar a las atrocidades de aquel régimen que constituyó una dictadura casi perfecta. La procesión de los humildes que dominaba Cencos, sabíamos los reporteros de aquellos años 70 y 80, seguía en el domicilio familiar de los Álvarez Icaza-Longoria, y en una red de casas-santuario que ellos coordinaban, donde se resguardaba a aquellos perseguidos por policías políticas de otras naciones y por cuya vida se temía.

Cencos fue allanado en varias ocasiones, una de ellas, muy grave, a finales de los años 70, cuando agentes de la Dirección Federal de Seguridad seguramente husmearon en busca de pruebas que documentaran que don Pepe y Luzma eran una amenaza para México.

Lo que hicieron fue saquear el sitio, acaso con el ánimo de arrancar de raíz la tarea que ahí germinaba. Una demostración más de que vista con perspectiva histórica, la brutalidad siempre es ociosa.

En esas mismas horas en que sus amigos despedían a don Pepe en su Cencos entrañable, un cáncer voraz derrotó a Rafael Cordera Campos, integrante de un linaje de batalladores. Economista como su hermano Rolando, su labor se concentró en la consolidación de la universidad pública, dentro y fuera de las fronteras mexicanas, con énfasis en América Latina, por lo que encabezó la UDAL, una agrupación regional de estas casas de estudio. Su otra pasión fueron los jóvenes, sus desafíos y desalientos.

Quiso la causalidad de que la propia UDAL que tenía previsto reelegirlo como su secretario general, estuviera sesionando el día de su muerte en Perú, en presencia del rector de la UNAM, el doctor José Narro, quien anunció que como homenaje a Cordera instituirá una cátedra en su nombre orientada al estudio de la juventud latinoamericana.

Horas antes de morir, Rafael Cordera dispuso como su deseo final que aquellos que lo acompañaran al cementerio lo despidieran entonando el ¡Goya¡ universitario, al que desde aquí, con enorme respeto, nos sumamos.

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