lunes, 2 de agosto de 2010

La prensa secuestrada

El cautiverio de periodistas de medios con impacto nacional es, pese a su gravedad, una pálida imagen de lo que enfrentan desde hace años diaristas de todo el país.

Puede ser difícil, pero acaso podamos imaginar el impacto que en angustia e incertidumbre trajo entre sus familias y colegas, el secuestro por varios días de periodistas que laboran en Televisa y Milenio Televisión.

Podría resultar mucho más difícil entender cómo sigue adelante la vida de las familias y los compañeros de al menos una docena de periodistas de los estados que un mal día fueron hechos desaparecer y que luego de meses, incluso años, nada se sabe de ellos. Sus historias encaran no sólo la apatía de las autoridades sino el desdén e incluso el escepticismo de muchos de sus colegas, que calman su conciencia con la presunción de que aquellos pares suyos quizá andaban en malos pasos con el crimen.

¿Qué decir de la muerte impune de medio centenar de periodistas durante la administración del presidente Calderón? ¿De las limitaciones operativas y jurídicas de la fiscalía federal creada al efecto? ¿De la impotencia y en ocasiones, la complicidad de los gobiernos estatales donde esos periodistas se desempeñaban? ¿De la miopía de los Congresos, los estatales y el federal, que deben ofrecer un nuevo marco jurídico para enfrentar este drama que daña no sólo la vida de los informadores sino los derechos de las comunidades a los que ellos buscaban servir?.

Directivos de Televisa y Milenio Televisión determinaron en soledad la conducta a seguir frente a exigencias de los secuestradores, lo que seguramente supuso un colosal desafío para la responsabilidad social de esos medios, y de otros muchos que frente a los hechos, adoptaron determinaciones para publicar o no ciertas informaciones, apoyados en su libertad, convicciones y marco ético.

Desde hace años, periodistas en diversas regiones del país reciben cotidianamente presiones por parte del crimen organizado para ocultar o privilegiar ciertas noticias, especialmente aquellas ligadas a los “narcomensajes”, que los mafiosos tienen por pieza clave de su estrategia de propaganda e intimidación. Es muy larga ya la lista de ciudades donde esto ocurre, lo que supone que en ellas triunfa la autocensura y el periodismo languidece.

Amarga tarea tendrá quien decida juzgar a unos o a otros, sea que se trate de una televisora nacional o una modesta publicación local. Pero bien hará el conjunto de la sociedad si toma nota de los peligros que esta situación impone para los cimientos de una democracia y la estabilidad de toda institución. El buen periodismo ejerce una tutela insustituible del derecho ciudadano a saber lo que ocurre en la esfera pública, lo cual representa el nutriente básico de su libertad de expresión.

En las últimas horas han surgido voces y letras lúcidas, como las externadas este fin de semana por Miguel Ángel Granados Chapa y Carlos Puig. Ambos aludieron a esquemas de solidaridad gremial en otros países y deploraron que el periodismo mexicano esté “infectado” de una competencia mal entendida, con un “ánimo inquinoso” (Granados) por el que cada medio viene “actuando y decidiendo solo” (Puig).

Nada permite suponer, antes al contrario, que el tipo de incidentes sufrido por periodistas de Milenio y Televisa será un acto aislado y único, antes al contrario, desafortunadamente. Es urgente por ello una interlocución eficaz y profesional, que privilegie los retos comunes, dejando de lado la larga lista de mezquindades que parece dominar al gremio y la industria periodística y que, por cierto, explica en buena media el rezago empresarial y político que en México caracteriza a la prensa respecto de otros medios.

Canales ágiles de comunicación y una atmósfera mínima de solidaridad de frente a los violentos y a la incapacidad gubernamental contra la impunidad, pueden empezar a sentar las bases de un nuevo paradigma en las relaciones entre los periodistas mexicanos.

Ese nuevo paradigma debe generar posicionamientos comunes y criterios compartidos, sin afectar la soberanía que cada medio tiene para darse sus propias políticas editoriales, y especialmente la libertad que debe ejercer frente a todo tipo de poder, especialmente el poder público, porque sólo así podrá desempeñar la tarea que la sociedad, con su confianza, le ha encomendado.

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